POR MACARENA GALLO
“Nosotros, me refiero a los hombres, ya no azotamos a nuestras mujeres. Es posible incluso que nunca las hayamos azotado. Esta abstención, esta carencia, es espantosa. Lo es porque de ese modo nos privamos, y las privamos a ellas, de una enseñanza, un acercamiento y un placer”, dice el escritor francés Jacques Serguine (1935) en su “Elogio de la azotaina”, donde además de adorar los traseros femeninos por considerarlos “una de las más nobles conquistas del hombre”, reivindica las nalgadas como gesto entre dos seres que se aman profundamente.
Serguine incita a usar las nalgadas siempre y cuando la dueña del trasero en cuestión esté de acuerdo. Él mismo, cuenta, le da nalgadas a su señora. Pero, claro, su propio trasero está impecable, sin ningún rasguño, porque él no recibe azotes de parte de ella. La razón, que no deja de caer en el convencionalismo del que tanto dice huir Serguine, es muy simple; para él “es humillante, rídiculo y vergonzoso que una mujer te pegue y para ella también es humillante pegarle a un hombre”.
La pregunta que Serguine usa como premisa es tan primitiva como machista: “Para qué romper el equilibrio dado por la naturaleza que determina que el hombre en nuestra sociedad representa la fuerza física, del mismo modo que la mujer representa una manida dulzura de amor”.
Pese a todo, para Serguine el uso de látigos está vetado. El poder y la fuerza de la mano que se une con el trasero, dice, es más que suficiente. Serguine no puede estar más equivocado. Desde que el sexo culpable, vicioso y escondido existe han existido las dominatrices. Mujeres dispuestas a golpear las nalgas de hombres seducidos por el poder femenino. Porque no hay hombre que pueda negar que, aunque sea una vez, ha tenido la fantasía de ser dominado por una mujer que, entre placer y placer, le golpeara el poto por haberse portado mal. O por no haber hecho bien la pega. O por simple masoquismo.
Por lo demás, el gusto de los hombres por recibir nalgadas es tan antiguo como el hilo negro, o casi. Ya en su época, Jean Jacques Rousseau, autor del “Contrato Social”, fue un amante de los azotes, y bien precoz. En su libro “Confesiones” cuenta que se encariñó más con su mamá apenas ella lo empezó a cachetear: “En el dolor y en la vergüenza misma había encontrado yo una mezcla de sensualidad… ¿Quién creería que ese castigo de chiquillo recibido por mano de una mujer fue lo que determinó mis gustos, mis deseos, mis pasiones, para el resto de mi vida?”. Rousseau nunca se atrevió a comentarlo con nadie. Menos con sus parejas. “Nunca me atreví a declarar mi afición, la alimentaba al menos con relaciones que me permitían mantener su idea. Estar a los pies de una amada imperiosa, obedecer sus órdenes y tener que pedirle perdón eran para mí goces dulcísimos”.
Ya se ve, pues, que hasta su antiguo compatriota filósofo le quita el piso a Serguine, cuyo ensayo pseudofilosófico “Elogio de la azotaina”, en todo caso, es una lectura recomendable para machistas y sumisas, y una interesante provocación para quienes no somos ni lo uno ni lo otro.
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